Mi
alma, celeste columna de humo, se eleva hacia
la
bóveda azul.
Levantados
en imploración mis brazos, forman la puerta
de
alabastro de un templo.
Mis
ojos extáticos, fijos en el misterio, son dos lámparas
de
zafiro en cuyo fondo arde el amor divino.
Una
sombra pasa eclipsando mi oración, es una sombra
de
oro empenachado de llamas alocadas.
Sombra
hermosa que sonríe oblicua, acariciando los sedosos
bucles
de larga cabellera luminosa.
Es
una sombra que mira con un mirar de abismo,
en
cuyo borde se abren flores rojas de pecado.
Se
llama Belzebuth, me lo ha susurrado en la cavidad
de
la oreja, produciéndome calor y frío.
Se
han helado mis labios.
Mi
corazón se ha vuelto rojo de rubí y un ardor de fragua
me
quema el pecho.
Belzebuth.
Ha pasado Belzebuth, desviando mi oración
azul
hacia la negrura aterciopelada de su alma rebelde.
Los
pilares de mis brazos se han vuelto humanos, pierden
su
forma vertical, extendiéndose con temblores de pasión.
Las
lámparas de mis ojos destellan fulgores verdes encendidos
de
amor, culpables y queriendo ofrecerse a Dios; siguen
ansiosos
la sombra de oro envuelta en el torbellino refulgente
de
fuego eterno.
Belzebuth,
arcángel del mal, por qué turbar el alma
que
se torna a Dios, el alma que había olvidado las fantásticas
bellezas del pecado original.
Belzebuth,
mi novio, mi perdición...
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