Yo
estaba proscrito de la vida. Recataba dentro de mí
un amor reverente, una devoción abnegada,
pasiones
macerantes, a la dama cortés, lejana de mi
alcance.
La
fatalidad había signado mi frente.
Yo
escapaba a meditar lejos de la ciudad, en medio
de
ruinas severas, cerca de un mar monótono.
Allí
mismo rondaban, animadas por el dolor, las
sombras
del pasado.
Nuestra
nación había perecido resistiendo las correrías
de una
horda inculta.
La
tradición había vinculado la victoria en la presencia
de la
mujer ilustre, superviviente de una raza invicta.
Debía acompañarnos espontáneamente, sin
conocer
su propia importancia.
La
vimos, la vez última, víspera del desastre, cerca
de la
playa, envuelta por la rueda turbulenta de
las
aves marinas.
Desde
entonces, solamente el olvido puede enmendar
el deshonor de la derrota.
La
yerba crece en el campo de batalla,
alimentada
con la sangre de los héroes.
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