Ven cuando debas. Todo esto
habrá pasado
a través de mi ser hasta tu
aliento.
Por ti lo he contemplado largo
tiempo sin darle ningún nombre,
con aquella mirada
propia de la pobreza, y lo he
amado
como si tú estuvieras ya
bebiendo de él.
Y sin embargo, cuando pienso
que esto, todo esto:
yo mismo, las estrellas, las
flores, el hermoso
lanzarse de los pájaros fuera
del matorral saludador,
la altivez de las nubes
y todo lo que el viento ha
podido hacer conmigo,
procurándome el tránsito desde
un ser a otro próximo
—de manera que he sido uno y
después el otro,
pues lo soy en efecto: soy lo
que el gorgojeo de las bebidas
ha dejado en mi oído
y el exquisito gusto que una
vez dispensara
a mis labios algún hermoso
fruto—,
que todo, todo esto, cuando
estés aquí un día,
—todo esto aun atrás el tiempo:
a la mirada a ras del niño
hacia los cálices
de las flores, cuando es alta
la hierba
del prado hasta llegar a una
sonrisa de mi madre,
que quizás yo comprendo,
empujado por tu ser,
como algo que me ha sido
robado—,
que todo esto debo abandonar
sin pausa: el día y la noche
de una naturaleza tan benigna,
sin saber ya si es mío lo que
en ti empieza a arder:
te harás quizá más bella
nada más que a partir de tu
propia belleza,
del exceso de esa indolencia en
tus miembros,
de aquello que en tu sangre es
lo más dulce,
qué se yo: porque tú te
reconoces a ti misma en tu mano,
porque amorosamente te acaricia
el cabello los hombros,
porque alguna cosa dentro del
aire oscuro se te da a conocer,
porque me olvidas, porque no te
esfuerzas en escuchar,
porque eres una mujer: Cuando
todo esto pienso,
en cómo he bañado la ternura en
la sangre
de corazón que nunca me asustó,
la silenciosa sangre de tan
amadas cosas
Toledo, noviembre de 1912
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