(En
memoria de Josif Brodski y Krzysztof Kieslowski)
El
sol era tan tierno, tan delicado,
que
hasta temíamos por él; un ademán incauto
podía
rayarlo, incluso un grito -si alguien hubiera
querido
gritar- lo habría puesto en peligro; tan sólo a las veloces golondrinas
de
alas duras, como de hierro fundido,
se
les permitía silbar en alta voz, porque vivieron
su infancia
breve,
en la inquietud de sus nidos de barro,
junto
a sus hermanos, pequeños planetas locos,
negros
como bayas silvestres.
En
un pequeño café un mozo soñoliento -bajo sus ojos
las
últimas sombras de la noche acumuladas- buscaba calderilla
en
su bolsillo sin fondo, y el café olía a solemnidad
de
tinta de impresión, a dulzura y a Arabia. El azul del cielo prometía
una
larga tarde, un infinito día.
Te
estaba mirando como si te viera por primera vez.
Y
hasta las columnas de Palladio tenían aspecto
de
recién nacidas, de recién surgidas de las olas del alba
como
Venus, tu compañera mayor.
Empezar
de nuevo, contar las pérdidas, contar a los caídos,
empezar
el nuevo día, aunque ya no estéis, tú,
a
quien dos veces enterramos y lloramos dos veces,
-viviste
una vida dos veces más intensa que otros, en dos continentes,
dos
idiomas, en la realidad y en la imaginación- y tú, de cara afilada
y
una mirada que hacía crecer los objetos y los corazones
(siempre demasiado pequeños).
No
estáis, y por eso llevaremos a partir de ahora una doble vida,
en
la luz y en la sombra a la vez, en el sol estridente del día,
en
la frescura de los pasillos de piedra, en el duelo, en la alegría.
Versión
de Elzbieta Bortkiewicz
Comentarios