No soy más que una
llama, un grito, y fuego y sed.
Por las angostas
hondonadas de mi corazón se lanza el tiempo
como agua oscura, raudo,
violento, inadvertido,
y arde en mi cuerpo un
signo: la caducidad.
Pero tú eres el redondo
espejo por el que resbalan
los crecidos arroyos de
la vida
tras cuyo fondo áureo y
abundante
las cosas que murieron
radiantes resucitan.
En mí arde y se extingue
lo mejor. Una estrella alocada
que cae en un abismo de
azules noches de verano,
pero la imagen de tus
días está en alto y distante,
señal eterna, situada
como protección alrededor de tu destino.
Versión de Ernst Edmund Keil
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